Grupos de Google (beta)
anakaonaprensalibre
Consultar este grupo
Grupos de Google (beta)
Suscribirte a anakaonaprensalibre
Correo electrónico:
Consultar este grupo

domingo, 18 de marzo de 2007

El paramilitarismo


Los antecedentes más cercanos del origen del paramilitarismo se encuentran en los años cuarenta y cincuenta. Décadas después, el fenómeno ha penetrado en la política, la economía y las más altas esferas de la sociedad.
Daniel García-Peña Jaramillo

Los acontecimientos y la información revelados en las últimas semanas —que muchos califican como sólo la punta del iceberg— están destapando las enormes dimensiones de uno de los fenómenos de mayores repercusiones en la política, la economía y la sociedad colombianas: el paramilitarismo.
Se trata de un fenómeno complejo en el que se entremezclan la expansión y la evolución del narcotráfico, los intereses privados de las élites locales y la política contrainsurgente del Estado, factores que encontraron en muchos lugares el terreno abonado por el descontento sembrado por los abusos de la guerrilla.
El término mismo —paramilitarismo— despierta controversia. La Real Academia Española define paramilitar como “una organización civil, con estructura o disciplina de tipo militar”. Pero así como los paramédicos trabajan al lado de y con los médicos, el uso de la palabra conlleva la implicación de que los paramilitares trabajan al lado de y con los militares. Por ello, durante años, en el lenguaje oficial de las Fuerzas Armadas, siempre se decía “mal llamados paramilitares”. No obstante, han sido tal el grado de generalización de la expresión y contundentes las evidencias, que hoy hasta el presidente Uribe habla de los “paras”.
Si bien el término se refiere a un fenómeno actual y relativamente reciente en la historia, sus raíces se encuentran en la vieja práctica de las élites colombianas de utilizar la violencia para obtener y mantener sus propiedades y sus privilegios en connivencia con el Estado.
Los antecedentes más cercanos se encuentran en los grupos que surgieron en la Violencia de los años cuarenta y cincuenta. La llamada policía chulavita convirtió a la institución que debe velar por el bien público en un instrumento del gobierno conservador para exterminar a la oposición liberal, elocuente ejemplo del terrorismo de estado de ese entonces. Grupos privados, como los denominados Pájaros, operaron con el apoyo y la complicidad de las autoridades.
La violencia estatal y paraestatal fue más allá del bipartidismo y se dio antes y después del magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán. El movimiento gaitanista cada vez más agrupaba al pueblo, tanto liberales como conservadores, constituyéndose en el enemigo común de las oligarquías de ambos partidos. En ocasiones, dirigentes liberales se hacían los de la vista gorda o impulsaban de manera encubierta la violencia contra los gaitanistas. Fue el caso de Soatá, Boyacá, donde José María Villarreal, según su propio relato, fue nombrado gobernador de Boyacá en 1945 por Alberto Lleras Camargo con el fin de organizar a los conservadores contra el gaitanismo1.
En los sesenta, como respuesta al surgimiento de las incipientes agrupaciones guerrilleras y en el contexto de la Guerra Fría y la Doctrina de Seguridad Nacional, se estableció el fundamento jurídico para la conformación de grupos de autodefensa bajo el auspicio y control de las Fuerzas Armadas, mediante el decreto legislativo 3398 de 1965, que fue convertido en legislación permanente por la ley 48 de 1968.
Aunque se crearon pocas en los primeros años, en la década de los ochenta fueron aprovechadas por los nuevos factores que aparecieron, particularmente el narcotráfico. Esta nueva etapa se evidenció con la creación del MAS (Muerte a Secuestradores) en 1981 por parte de narcotraficantes, militares activos y en retiro y poderosos terratenientes, como fue denunciado por el Procurador General de la República en 1983.
Sin embargo, a pesar de las serias acusaciones, no se tomaron medidas efectivas para desmantelar o combatir a los grupos paramilitares. Por el contrario, el llamado “modelo de Puerto Boyacá” se extendió por el Magdalena Medio y a otras regiones del país con la complicidad de integrantes del Ejército. Esto coincidió con el proceso de paz impulsado por la administración de Belisario Betancur, que de manera indirecta y no intencional, generó la percepción de las élites locales de que los acuerdos de cese al fuego firmados en 1984 dejaban un vacío que sería aprovechado por la guerrilla y sus aliados.2
Durante el gobierno de Virgilio Barco, el paramilitarismo siguió creciendo, llevó a cabo buena parte del exterminio de la Unión Patriótica y asesinó a varios candidatos presidenciales. En 1988, el ministro de Gobierno, César Gaviria, denunció la existencia de más de ciento sesenta agrupaciones de “justicia privada”. El año siguiente, a raíz de la masacre de una comisión judicial en La Rochela, Santander, y al amparo del Estado de Sitio, el gobierno declaró ilegales a las autodefensas y estableció la tipificación de la conformación de éstas como conducta punible, mediante los decretos 813, 814 y 815.
La priorización de la lucha contra el Cartel de Medellín, en el gobierno de Gaviria, hizo que se descuidara el crecimiento del paramilitarismo e incluso, según denuncias, se tolerara la creación y las acciones de Los Pepes, supuesta alianza de los paramilitares de los Castaño y el Cartel de Cali con autoridades del DAS para liquidar a Pablo Escobar3. El proceso de desmovilización del EPL en Urabá y Córdoba terminó alimentando la consolidación del proyecto paramilitar.
En el gobierno de Ernesto Samper, la creación de las “Cooperativas de Seguridad Rural” o “Convivir”, iniciativa del ministro de Defensa, Fernando Botero, de manera masiva, sin la existencia de una capacidad institucional para ejercer una supervisión efectiva, muchas veces en las zonas de conflicto, no sirvió para disminuir el paramilitarismo. Al contrario, se registró un aumento en las actividades paramilitares en muchos de los municipios en los cuales fueron creadas las Convivir.
Los paras crecieron en tamaño y poder, consolidando su presencia en Córdoba, Urabá y el Magdalena Medio, y extendiéndola a Sucre, Cesar, el sur de Bolívar, Putumayo, Cauca, Meta y Caquetá. Con la creación de las Auc en 1996, se intentó construir un movimiento nacional bajo el mando de Carlos Castaño, que logró conformar una importante base de apoyo social.
Por su parte, en marzo de 1998 la Fiscalía General de la Nación logró el éxito mayor del Estado en su incipiente lucha contra el paramilitarismo con la captura de Víctor Carranza, aunque por falta de colaboración por parte del Ejército y la Policía, las unidades del Cuerpo Técnico de Investigación de la Fiscalía tuvieron que actuar solas. A la vez, las investigaciones judiciales sobre los asesinatos de Manuel Cepeda en agosto de 1994 y de Álvaro Gómez en noviembre de 1995 y las masacres de Mapiripán en julio de 1997 y de Barrancabermeja en mayo de 1998, entre otras, involucraron a miembros activos del Ejército colombiano.
El gobierno de Andrés Pastrana nombró una nueva cúpula militar que por primera vez incluyó la lucha contra los grupos paramilitares como parte de su plan estratégico, ordenó el desmonte total de las Convivir, destituyó a los generales Rito Alejo del Río y Fernando Millán por sus nexos con paramilitares e incluyó el “combate a los grupos de autodefensa” como tema de la Agenda Común por el Cambio hacia una Nueva Colombia, firmada con las Farc en el Caguán.
Esto generó el rechazo de los paramilitares que lanzaron una cruenta “ofensiva” de masacres que dejaron más de 140 muertos el día después de la instalación formal del proceso el 7 de enero de 1999; luego secuestraron y posteriormente liberaron a la senadora Piedad Córdoba, exigiendo el otorgamiento del carácter político al igual que a la guerrilla y promovieron en esos años el movimiento de “No al Despeje” en el sur de Bolívar, que frustró el diálogo con el Eln. También sabemos hoy que fue en ese contexto que se firmó el Pacto de Ralito entre políticos y los paras para “refundar a Colombia”.
Con la llegada de Álvaro Uribe a la Presidencia se da un fuerte viraje en la política gubernamental, al abrir por primera vez un proceso de diálogo con los paramilitares. Pero pese a haber pasada ya buen tiempo desde los acuerdos firmados en Santa Fe de Ralito con las Auc en julio de 2003 y mayo de 2004, es todavía prematuro hacer el balance final del controvertido proceso.
El desarme y la desmovilización de más de treinta mil hombres —al inicio del proceso dijeron ser trece mil— está hoy en el limbo por falta de una adecuada política nacional de reincorporación, así como por las noticias de cinco mil rearmados. Aunque la mayoría de la cúpula de las Auc está detenida en la cárcel de Itagüí, su futuro jurídico es incierto y el más importante de ellos —Vicente Castaño— sigue prófugo.
En vez del desmonte del paramilitarismo, lo que se evidencia es su recomposición y consolidación. La relación simbiótica con el narcotráfico es cada vez mayor, como se palpó con la compraventa de frentes como “franquicias” a denotados narcos. La naturaleza del paramilitarismo se reveló cada vez más cercana a la del crimen organizado, más que a la de una organización de tipo político-militar. Mientras la historia ha demostrado que la firma de un acuerdo de paz por parte de un comandante guerrillero —como Carlos Pizarro en 1990— lleva a que el conjunto de la organización cumpla lo acordado, la desmovilización de la comandancia de las Auc se vio por muchos de sus antiguos subalternos como una oportunidad de ascenso para arrebatarles las rutas y el negocio. Es muy diciente que quien inició el proceso como máxima figura y líder de las Auc haya sido asesinado por su propio hermano con métodos propios de las mafias. La gran capacidad de renovación del narcotráfico, jalonado por la constante demanda a nivel internacional, permite que estos grupos se perpetúen por encima de lo que pueda suceder con sus antiguos jefes.
Pero el paramilitarismo va más allá del narcotráfico. En muchos lugares se trata de la acumulación y expansión de la riqueza y control de los recursos. El investigador Gustavo Duncan, de manera sugestiva, ha propuesto la categoría de “señores de la guerra” para describir los ejércitos privados que operan en Colombia4. El desplazamiento forzado de millones de campesinos tuvo como propósito tanto golpearle las bases a la guerrilla, como quitarles la tierra a los campesinos para ensanchar las suyas. Sus negocios, más allá del narcotráfico, incluyen el sector de la salud, el chance, contrabando, equipos de fútbol y la apropiación ilegal de recursos públicos mediante contratos con gobiernos locales, entre otros.
Su carácter mafioso y entronque con lo privado no exonera ni excluye al Estado de su responsabilidad. A lo largo de los años, las políticas frente al paramilitarismo han sido ambiguas y cambiantes. La conducta y práctica del Estado colombiano que más ha fomentado el paramilitarismo ha sido la impunidad. El proceso que la justicia le adelanta al ex jefe del DAS muestra el grado de penetración y cooperación entre el paramilitarismo y los cuerpos de seguridad del Estado.
El reconocimiento en estos días por parte del Estado colombiano de su responsabilidad por acción y omisión en el asesinato del senador Manuel Cepeda es un paso histórico, aunque ahora cabe preguntarse: ¿cuántos casos aislados se requieren para que se constituya en una política de Estado?
Es significativo que pese a la gravedad, se ha logrado darle un tratamiento institucional a la crisis. Marchan dos procesos paralelos: la aplicación de la Ley de Justicia y Paz, a cargo de la Fiscalía, y la acción iniciada por la Corte Suprema contra los congresistas comprometidos con el paramilitarismo. Se han organizado las víctimas para reclamar sus derechos. Por primera vez, lo más importante, la sociedad debate sobre verdad, justicia y reparación.
Es así como la crisis actual es una oportunidad para que este tenebroso y complejo fenómeno del paramilitarismo empiece pronto a ser sólo parte de la historia y no de nuestro futuro.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sería muy bueno que el autor de este articulo, García-Peña aclarara sobre el nombramiento de Villarreal como gobernador de Boyacá en 1945 por parte de Alberto Lleras. Eso jamás lo dijo el. Villarreal fue nombrado gobernador de Boyacá en 1947 por Mariano Ospina Pérez, fecha a partir de la cual incorporó a la policia departamental y municipal del departamento, elementos de la vereda de Chulavo con el fin de lograr acabar el desacato de la policia liberal instaurada desde la gobernación de Plinio Mendoza Neira quien había "liberalizado" el departamento.